La soledad es un concepto que evoca emociones encontradas. Para algunos, representa un refugio de paz y autoconocimiento; para otros, es sinónimo de vacío y abandono. Sin embargo, la percepción de la soledad ha cambiado radicalmente a lo largo de la historia. Si bien en tiempos antiguos era vista con recelo, reservada para ascetas y profetas, hoy empieza a considerarse como un componente esencial del bienestar psicológico. La ciencia moderna está redescubriendo su valor y desentrañando los beneficios de pasar tiempo a solas.
Este cambio de paradigma no es gratuito. En un mundo hiperconectado, donde las interacciones digitales han reemplazado muchas experiencias reales, la soledad se ha convertido en un bien escaso. Paradójicamente, nunca hemos estado tan acompañados y, al mismo tiempo, nunca nos hemos sentido tan solos. El problema no es la soledad en sí misma, sino cómo la interpretamos y experimentamos.
El libro La paradoja de la soledad, escrito por Netta Weinstein, Heather Hansen y Thuy-Vy T. Nguyen, y publicado por Pinolia, desafía nuestra comprensión tradicional de la soledad y nos invita a reconsiderarla como un recurso, no como una amenaza. Basado en estudios científicos recientes y en testimonios reales, este trabajo ofrece una perspectiva renovadora sobre el tiempo a solas, resaltando su capacidad para mejorar la creatividad, la regulación emocional y el autoconocimiento.
La obra explora cómo la cultura, la historia y la biología han moldeado nuestra relación con la soledad. Desde las enseñanzas de los filósofos clásicos hasta los hábitos de empresarios modernos como Bill Gates, el libro demuestra que la soledad ha sido una aliada clave en los momentos de mayor claridad y descubrimiento humano. Weinstein y sus colegas analizan por qué algunas personas disfrutan la soledad mientras que otras la temen, desmontando mitos y ofreciendo herramientas para transformar esta experiencia en una oportunidad de crecimiento personal.
En esencia, La paradoja de la soledad nos recuerda que estar solo no significa estar aislado. A través de la ciencia y la introspección, este libro abre la puerta a una nueva forma de entender nuestra relación con nosotros mismos y con el mundo. Una lectura imprescindible para quienes buscan equilibrio en una sociedad que nunca deja de hacer ruido.
Para descubrir más, te dejamos a continuación con un extracto en exclusiva del primer capítulo de La paradoja de la soledad.
«La soledad no es solo para ermitaños, poetas o multimillonarios», escrito por Netta Weinstein, Heather Hansen y Thuy-Vy T. Nguyen
En una pequeña casa a orillas de Hood Canal, un enorme fiordo excavado en la costa densamente arbolada del estado de Washington, un hombre se sienta solo ante un escritorio. Si levanta la vista de su pila de libros, puede ver, más allá de los frondosos bosques y a través de las tranquilas aguas, las nevadas montañas Olímpicas en el horizonte. Incluso puede contemplar el vuelo de una gran garza azul que surca el aire en lentos picados o el poderoso nado de una gran orca que se desliza en el agua. Sin embargo, dedica la mayor parte del tiempo a leer un libro tras otro con voracidad o a anotar ideas en un cuaderno, tan solo se levanta de cuando en cuando para coger una cocacola light. Desde la década de los noventa, el magnate de Microsoft, Bill Gates, ha estado haciendo lo que él llama «semanas de reflexión». Durante unos días se aleja de todos y de todo lo que envuelve su vida cotidiana para estar completamente solo. El superempresario, y ahora filántropo, escapa a su tranquila cabaña para relajarse y destilar sus ideas, básicamente, para resolver problemas y mirar hacia delante.
En el documental de Netflix Inside Bill’s Brain, Gates lo llama «tiempo de CPU», por la unidad central de procesamiento, es decir, la parte del ordenador que ejecuta lo que un programa le ordena. «Necesito pensar», responde Gates para explicar su necesidad de soledad. Al fin y al cabo, sin una CPU que funcione, un ordenador no es más que un montón inútil de metal y cables. Esta serena escena plantea algunas cuestiones fundamentales sobre la condición que llamamos soledad, quién tiene acceso a ella y si es esencialmente un estado positivo o negativo (o ninguno de los dos). El concepto de soledad se ha representado en cuentos y en pinturas, y se ha practicado en la vida real desde el principio de los tiempos. Examinar su historia, como haremos en este capítulo, aporta información valiosa sobre las ideas preconcebidas que tenemos hoy sobre la soledad. ¿Debemos concluir del ejemplo de Gates que disfrutar de una soledad significativa es solo para multimillonarios o tech-bros? ¿Solo resulta buena y eficaz cuando nos recluimos en una cabaña aislada durante días o semanas? (Alerta de spoiler: las respuestas son no y no). Analizar los mitos y las realidades de la soledad, como hacemos en nuestra investigación y en este libro, despeja el camino para entender mejor qué es la soledad y cómo podemos beneficiarnos de ella cada día.
Para bien y para mal, nuestra forma de entender y de relacionarnos con la soledad depende de la manera en que esta es concebida por las diferentes culturas en las que estamos inmersos. Las imágenes que vemos y las historias que oímos, tanto históricas como contemporáneas, crean impresiones sobre lo que significa estar solo y por qué querríamos o no estarlo a lo largo de nuestra vida. Por cultura entendemos no solo la parte del mundo en la que crecimos o las lenguas que hablamos, sino también la dinámica de nuestras familias y otras relaciones desde la infancia hasta la edad adulta. El hecho de habernos criado en una sociedad individualista o colectivista, con todas sus tradiciones, puede motivar en nosotros un desprecio o una veneración hacia la soledad. También el hecho de pertenecer a una familia ruidosa o tranquila puede proporcionarnos modelos que nos ayuden a disfrutar del tiempo en soledad o, por el contrario, a temerlo.
No obstante, hemos descubierto, en entrevistas con personas de diferentes países y reflexionando sobre nuestras propias experiencias, que cada individuo puede tener una idea propia de lo que significa la soledad en su vida y, al mismo tiempo, revelar colectivamente ciertas verdades universales sobre ella. La importancia de esto reside en que, a pesar de que cada persona puede desarrollar un sentido innato de lo que significa la soledad, el consenso sobre su definición entre los investigadores de la soledad es prácticamente inexistente.
Durante los últimos cuarenta años, los psicólogos han investigado las sensaciones que tienen las personas cuando están solas, aunque, en su gran mayoría, han centrado sus estudios principalmente en los niños. El niño solitario en el patio del colegio inquieta a los cuidadores, por lo que tanto padres como docentes desean saber si evitar las interacciones con otros niños representa necesariamente un problema. Aceptando sus limitaciones, esta investigación continúa siendo útil para empezar a entender cuándo es buena o mala la soledad y a quién tiende a gustarle o disgustarle. Pero ese enfoque ha dejado un enorme vacío en la comprensión de la experiencia de la soledad para nosotros, los adultos, en nuestra vida cotidiana.
En los últimos años, nuestra investigación se ha centrado en llenar ese vacío y en reconocer las múltiples dimensiones de la soledad. Gracias a la aportación de miles de personas de todos los ámbitos sociales, hemos ampliado enormemente nuestro conocimiento sobre el tiempo que pasamos en soledad, y, por ese motivo, esta investigación se ha convertido en una referencia en el estudio de la soledad y en la comprensión de los efectos del tiempo que pasamos en ese estado. ¿Qué hace que ese tiempo en soledad sea necesario o agradable, doloroso o temido? ¿Qué efectos tiene la soledad en el resto de nuestra vida y en nuestras relaciones más allá de las que mantenemos con nosotros mismos?
Según iremos desarrollando en los próximos capítulos, actualmente ya sabemos que soledad no es equiparable a la sensación de sentirse solo, al aislamiento o el retraimiento, aunque esos estados estén relacionados con la circunstancia de estar en soledad. Y aunque los psicólogos solían entender la sensación de soledad como «estar solo», en un espacio ausente de otras personas, ahora reconocemos que también es posible sentirse solo en un parque abarrotado o en un café rodeado de conversación. Del mismo modo, ahora también entendemos que, a pesar de ciertos retratos históricos, la soledad no está reservada únicamente a las personas poderosas o espiritualmente avanzadas.
Entonces, ¿por qué el genio solitario en un retiro en el bosque (a menudo, un hombre) es la representación de la soledad para muchos de nosotros? Se trata de una pregunta sencilla, cuya fascinante respuesta se ha ido desarrollando durante siglos y ahora conforma el bagaje cultural de nuestra consideración del quién, el qué, el dónde, el cuándo y el porqué de la soledad en nuestra vida cotidiana.
Este libro no pretende ofrecer una historia definitiva de la soledad desde los albores de la humanidad, pero incluso una mirada rápida a cómo ha sido interpretada a lo largo del tiempo ayuda a arrojar luz sobre algunos prejuicios y creencias. Observar cómo se ha abordado y se sigue abordando la soledad puede ayudarnos a desentrañar la forma en que la enfocamos hoy tanto de manera colectiva como individual. Con ese conocimiento también podemos iluminar algunos de los conceptos erróneos acerca de la soledad que nos impiden disfrutar de sus beneficios en la actualidad y avanzar hacia nuestras propias utopías.
Un poco de historia para empezar
Una de las razones por las que es tan interesante estudiar la soledad es porque, como hemos descubierto en nuestra investigación, el estado o la condición de estar solo es un elemento de la experiencia humana que trasciende el tiempo y el lugar, el idioma y la religión, la edad y el género. Eso no significa que la humanidad, desde el principio de los tiempos, haya experimentado siempre el tiempo en soledad de una única manera y además común a toda la especie (como veremos, el género y el estatus socioeconómico han supuesto excepciones importantes). No obstante, la soledad sí ha sido celebrada o repudiada (y casi siempre marginada) a lo largo de la historia. La idea de que la soledad haya sido abrazada o rechazada, venerada o temida, desalentada o tolerada a lo largo de los siglos nos permite comprender en parte su poder.
Durante milenios, la experiencia de la soledad ni siquiera se contemplaba, puesto que, francamente, el ser humano no estaba físicamente preparado para esta vivencia. La soledad como una oportunidad de experimentar un espacio interior independiente estaba fuera del ámbito de la vida cotidiana de los antiguos cazadores- recolectores. Desde esta perspectiva, no estamos «programados » para estar solos y, aunque ahora ocupamos un puesto dominante en la jerarquía del planeta, durante la mayor parte de la historia, el ser humano era presa fácil. Nuestros antepasados evitaban caer en las garras de leones o hienas y desde luego sabían que la unión hace la fuerza, al menos para la mayoría de los miembros de un grupo. Antes de fabricar la tecnología necesaria para convertirse en depredadores, los seres humanos se mantenían unidos. Esta estrategia defensiva también favoreció la construcción de sociedades que se beneficiaban del esfuerzo colectivo dedicado a la caza y a la búsqueda de alimentos.
Hoy en día, la mayoría de nosotros no necesitamos la ayuda de nuestros vecinos para atrapar la cena, y nuestra supervivencia no requiere poner a otros en peligro. Pero esta historia temprana de los primates puede ser responsable, en parte, de que la soledad continúe alejada de lo que se considera normal, esperado o práctico.
Aunque ya no necesitemos ser un «rebaño egoísta», como las bandadas de pájaros o los bancos de peces, los humanos aún adoptamos esa mentalidad con frecuencia, sobre todo en momentos de peligro, cuando el razonamiento individual se suspende en favor del impulso de la manada (los expertos lo observan durante las crisis sociales o incluso durante las caídas de precios de los valores bursátiles). La «mentalidad de grupo» puede secuestrar nuestra individualidad y fomentar comportamientos que normalmente no mostraríamos. Las investigaciones han demostrado que ese deseo innato de formar parte del «grupo de moda» también nos hace menos sensibles a los cambios en nuestro entorno. Del mismo modo, contiene nuestros deseos de elegir una forma de actuar alternativa, a pesar de que pueda resultarnos beneficio a, como es el caso de pasar tiempo en soledad.
Incluso cuando el ser humano dejó de llevar una vida nómada para instalarse en pueblos y después en ciudades, la comprensión y la aceptación de la soledad continuaron al margen de la experiencia humana. En los mejores tiempos, la soledad se ha convertido en una moda, o a ejercer cierta fascinación, para después volver a caer en desuso, según las normas establecidas por los líderes académicos, religiosos y políticos. Durante la mayor parte del tiempo, ha sido subestimado e infravalorada por la corriente dominante.
Algunas ideas sobre la soledad en la sociedad actual están basadas en historias e imágenes de generaciones pasadas que pueden influir, para bien o para mal, en nuestra concepción y aceptación de la idea de pasar tiempo en soledad. A veces se trata de tópicos, como la imagen del poeta solitario descansando en un prado soleado o la del filósofo melancólico sentado en un sillón junto a la chimenea. Otras imágenes de la soledad han llegado a las masas a través de las principales tradiciones religiosas de todo el mundo. Ofrecen algunas de las primeras visiones de la soledad, representada como un camino hacia la comprensión, el crecimiento y la trascendencia espiritual (lejos de reinos sociales más desordenados e «imperfectos»).
Los relatos antiguos y las innumerables imágenes basadas en estas historias están repletos de profetas que buscan la orientación y la sabiduría en el «desierto». El islam enseña que el profeta Mahoma vivía en soledad en una cueva en plena montaña durante un mes al año. Allí recibió la visita del ángel Gabriel, que le reveló los primeros versículos del Corán, el libro sagrado de los musulmanes. Los profetas de las tradiciones judía y cristiana, tal y como se describen en la Biblia, también solían pasar mucho tiempo solos. Tanto Moisés como Elías practicaban la soledad; el profeta hebreo Moisés (a quien tradicionalmente se atribuye la redacción de la Torá, la ley de Dios para el judaísmo) «entró en la nube» de la profunda soledad del monte Sinaí para que Dios le revelara divinamente los diez mandamientos. El antiguo profeta persa Zoroastro (también conocido como Zaratustra) aparentemente superó a todos estos ermitaños al retirarse a vagar por las rocosas y escasas montañas iraníes de forma intermitente y en solitario durante una década.
Durante muchos siglos, esas enseñanzas inspiraron la idea de la soledad para la transformación espiritual, y los ermitaños y monjes que seguían a los profetas —aún alejados de la corriente dominante— continuaron buscando la excelencia. La idea de que las personas santas rehuyeran la compañía de los demás con una finalidad egoísta (la excelencia o la trascendencia) puede resultar contradictoria a simple vista, pero para ellos no tenía este talante. Por el contrario, la soledad era necesaria para lograr la máxima concentración en algo que era superior a sí mismos; el tiempo en soledad estaba destinado a conectar con lo divino. En aquellos tiempos, la gente común entendía esa necesidad y además veneraba (tal vez también envidiaba) el esfuerzo de privación de estos hombres santos, puesto que el sacrificio se entendía como un camino de salvación y felicidad. La soledad representaba una experiencia inaccesible para la mayoría y creaba, al menos para algunos, un anhelo romántico y no correspondido.
Más allá de ser un camino señalado hacia la iluminación espiritual, durante la mayor parte de la historia, la soledad ha estado reservada a devotos como monjes o monjas de clausura, a aquellos dispuestos a sacrificar los lazos sociales y familiares para alcanzar, según las religiones, la conexión con un ser supremo y un propósito superior. A excepción de estas formas idealizadas de soledad emprendidas por figuras religiosas, la soledad fue vista principalmente con recelo durante los milenios siguientes. El miedo a la soledad parece, paradójicamente, derivar de lo que la hace atractiva: en ausencia de influencia social, la gente es libre para practicar la autorreflexión, la autosuficiencia y el pensamiento independiente. Ese era un poder que solo se confiaba a unos pocos y, con el tiempo, se ha considerado peligroso en manos de la mayoría despreocupada.
Durante el paso de la Edad Media a la modernidad, muchos médicos creían que el equilibrio natural de una persona se veía alterado por ciertas formas de vida que afectaban a su salud mental. Advertían que las monjas y los monjes ascetas corrían un grave riesgo de melancolía debido a la extrema autodisciplina. Marsilio Ficino, un sacerdote y filósofo muy influyente en la Italia de mediados y finales del siglo XV, recomendaba a los eruditos que dejaran de pensar en soledad. Este sabio interesado además por la astrología y la medicina, consideraba que el exceso de cavilaciones secaba el cerebro, lo que, en su opinión, conducía a la depresión. Sin embargo, esta línea de pensamiento no empezó aquí (los médicos, desde Galeno en la antigua Grecia (hacia el siglo II), confundían la soledad con la melancolía, una especie de tristeza vaga) y, por supuesto, tampoco terminó, sino que continuó durante siglos. El clérigo y académico de Oxford Robert Burton escribió en su exitosa enciclopedia de la depresión The Anatomy of Melancholy (La anatomía de la melancolía) en 1621 que la soledad provoca que las personas dejen de ser «criaturas sociables, [a] convertirse en bestias, monstruos, inhumanos, feos de contemplar».
Incluso a mediados del siglo XIX , la soledad se consideraba una desviación en muchos sentidos. En su American Practice of Medicine de 1846, el médico Wooster Beach hablaba de varias enfermedades supuestamente derivadas o intensificadas por la soledad, como la pena, la melancolía, la epilepsia, la «enfermedad del amor» y la hidrofobia (un síntoma clave de lo que hoy conocemos como rabia). Su conclusión: «La soledad debe, por tanto, evitarse por todos los medios». Las ideas sobre la soledad no eran muy diferentes al otro lado del charco. En la edición de 1850 de la revista People’s Medical Journal, and Family Physician —en aquella época, una publicación que rivalizaba con la destacada Lancet—, el médico británico Thomas Harrison Yeoman escribió: «Las principales características de la melancolía son el amor a la soledad, la tristeza, el miedo, la desconfianza y la pesadumbre».
En el mejor de los casos, algunas personas parecen haber mantenido una relación diferente con la soledad o quizá un reconocimiento incipiente de sus posibilidades. A pesar de los mensajes desalentadores sobre la soledad lanzados por la corriente dominante, en algunos momentos de la historia, pasar un tiempo a solas ha estado más o menos de moda sobre todo entre las clases privilegiadas con suficiente tiempo libre y posibilidades de privacidad. Durante el Renacimiento (siglos XV -XVII), algunos pensadores empezaron a entender la soledad de otra manera. Los filósofos renacentistas deseaban emular las enseñanzas clásicas grecolatinas y, en ese contexto, reflexionar acerca del yo y el individuo. Los antiguos griegos creían, como profesaba Aristóteles, que el ser humano es un animal político, pero algunos también destacaban el valor del individuo. Sócrates era un filósofo locuaz y cosmopolita —famoso por su demostrada indiferencia hacia la opinión popular— que defendía la supremacía de la conciencia individual sobre la aprobación de la sociedad. Más tarde, Séneca, el filósofo estoico romano, escribió: «El principal indicio, en mi opinión, de una mente bien ordenada es la capacidad de un hombre para permanecer en un lugar y entretenerse con su propia compañía».
Fuente :MuyInteresante.com