viernes, diciembre 12, 2025

Un viaje a la creatividad boricua que honra dos décadas de arte, memoria y comunidad en Nueva York

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El Boricua College abrió sus puertas con un ambiente que de inmediato transportaba a la isla de Puerto Rico. La música típica guiaba a los visitantes por los pasillos, el aroma del café recién colado se mezclaba con el dulzor del pan y las artesanías coloridas iluminaban el recinto. Así se celebró el vigésimo aniversario de la National Puerto Rican Artisans and Authors Fair, un encuentro donde cada artista, cada libro y cada pieza exhibida contaban historias de resistencia, memoria y un amor profundo por la cultura puertorriqueña.

El evento, presentado nuevamente por Comité Noviembre como parte de su trigésimo noveno aniversario y organizado junto al Puerto Rican Institute for the Development of the Arts (PRIDA), llenó el recinto de colores vibrantes, conversaciones espontáneas y una sensación compartida de orgullo y pertenencia. Al ingresar, los asistentes recibían un pasaporte de la feria para sellarlo en cada piso y participar en la rifa. No era solo una feria, era un abrazo colectivo de la diáspora puertorriqueña en Nueva York.

Un legado que camina con la gente

Veinte años después de su primera edición, esta feria se ha convertido en un punto de encuentro indispensable para creadores boricuas dentro y fuera de la isla. Esa permanencia se debe a la visión y el trabajo constante de PRIDA, del Comité Noviembre y de cientos de voluntades que han apostado por que el arte puertorriqueño tenga un espacio digno.

Eliezer Berríos, vicepresidente de PRIDA, avanza entre las mesas saludando a artesanos y visitantes con familiaridad, observa el movimiento constante en los pasillos y celebra que la feria haya encontrado en el Boricua College un espacio donde seguir creciendo después de años en Hostos Community College.

Comenta que lo más valioso de esta edición es ver cómo generaciones distintas se encuentran frente a cada obra, desde los más pequeños que se detienen sorprendidos ante una talla de madera hasta los adultos que reconocen en cada pieza parte de su historia. Para él, ese intercambio vivo es lo que sostiene la razón de ser del festival.

“Este es nuestro festival anual y celebramos veinte años promoviendo el arte puertorriqueño. Hoy reunimos a unos treinta y cinco artesanos, y es el segundo año que lo hacemos en Boricua College, después de muchos años en Hostos. Nuestra misión es sencilla, impulsar a los artistas, exponer su creatividad al mundo y mantener viva la cultura puertorriqueña. Aquí llegan creadores de Nueva York, de Puerto Rico y hasta de ciudades como Chicago. Cada año crecemos con nuevos y experimentados artesanos, y seguimos expandiéndonos a otros lugares como Westchester”, dijo Berríos.

La feria se ha convertido en una tradición que recuerda que el arte boricua está vivo y late con fuerza.
Crédito: Jenny Saavedra | Cortesía

La feria como experiencia y memoria

Desde el primer paso, la energía adquiría un tono distinto. La música típica marcaba el ritmo del ambiente, y las conversaciones —en español, inglés y spanglish— se entrelazaban entre risas y saludos. Había familias que regresaban cada año con la familiaridad de quien vuelve a un espacio propio, y también visitantes que llegaban por primera vez atraídos por la fuerza del arte, la tradición y las historias que cada creador llevaba consigo.

Los salones del campus estaban llenos de mesas convertidas en pequeños universos. Esculturas de santos tallados, figuras de sapos, caritas de Reyes Magos, joyería en plata, libros ilustrados, novelas históricas, poesía, bolsos pintados a mano, piezas de madera que parecían respirar. Todo tenía un propósito, una raíz y una historia de resistencia.

El arte como refugio terapéutico

El veterano Héctor Cotza formaba parte del grupo de artesanos que exhibían su trabajo en la feria. Sobre su mesa se alineaban cuadros de madera tallados con una precisión que invitaba a tocarlos, piezas cargadas de nostalgia y memoria cultural; Héctor, nacido en Nueva York, pero criado en Puerto Rico, recuerda haber pasado por la Universidad de Puerto Rico antes de enlistarse en el ejército, una etapa que marcaría su vida para siempre.

Tras salir con una discapacidad mental producto del trauma experimentado en servicio, llegó la pandemia y con ella un periodo de aislamiento profundo. En ese tiempo, la talla de madera se convirtió en refugio. “Empecé a trabajarla y se volvió mi terapia, me ayudó mucho”, cuenta mientras acaricia con delicadeza uno de sus cuadros. Aquella búsqueda personal lo llevó más lejos de lo que imaginó: hoy sus obras están en una galería en Las Vegas y tiene clientes que regresan cada año para ampliar su colección.

Sin embargo, insiste en que el valor de su trabajo no se mide en ventas. “Lo más importante es que quien se lleve una pieza se enamore de ella. Yo hago esto con amor. Si alguien no puede pagar, yo he regalado piezas. Porque esto trae más, trae conexión. Y eso no tiene precio”, afirma con serenidad.

A Arlene Pineda el arte la ayudó a transformar su duelo en color y trazos.
Crédito: Jenny Saavedra | Cortesía

El arte como conexión espiritual

A pocos pasos, otra historia de resiliencia brillaba en los ojos de la artista Arlene Pineda, quien a punto de cumplir setenta y un años y quien descubrió la pintura recién a los sesenta, contaba que su arte nació del dolor y también del amor, una sinceridad que tocaba a cualquiera. Durante dos décadas cuidó a su mamá, diagnosticada con Alzheimer, en los últimos años de la enfermedad, cuando los recuerdos de su madre comenzaban a desvanecerse, Arlene tomó lápiz y papel y empezó a dibujar, encontrando en ese gesto una forma de sostenerse y de mantener viva la conexión entre ambas.

“Siento que el arte llegó aquí, al pecho”, dice llevándose la mano al corazón. “Transformé mi duelo en color, en trazos que hablan de unión, espiritualidad y amor. Me gusta compartir el mensaje de que todos somos uno, que no hay diferencias, siempre te quieren poner etiquetas, pero al final estamos conectados. Si queremos movernos, tenemos que apoyarnos unos a otros.”

Sus cuadros, llenos de luz y armonía, parecían resumir lo que la feria representa para tantas personas. Un espacio para sanar, recordar y para seguir adelante.

Brillo, identidad y alegría

En otro de los salones estaba Marivel Méndez, artista de raíces puertorriqueñas y colombianas, rodeada de sombreros, bolsos y chaquetas pintadas a mano. Todo tenía brillo. Mucho brillo.
“A mí me dicen Brillito, porque todo lo que hago tiene luz,” cuenta entre risas mientras acomoda un sombrero pintado a mano. “Pinto casi todos los días, no puedo parar, cada pieza lleva un poquito de alegría; para mí, el brillo es felicidad.”

Es su primera vez en esta feria, aunque lleva más de diez años creando. La gente se acercaba a tocar las telas, a preguntarle por sus diseños, a probarse los bolsos. El brillo no era solo un detalle estético era una declaración de vitalidad y una forma de mostrar la alegría que impregna cada pieza.

La artista Marivel Méndez dijo que pinta casi todos los días. “No puedo parar, cada pieza lleva un poquito de alegría”.
Crédito: Jenny Saavedra | Cortesía

Historias que buscan iluminar el futuro

Entre los autores, Adriana Erin Rivera, autora nacida en Estados Unidos, pero con raíces puertorriqueñas, presentaba su libro narrado desde el diario de una niña de doce años llamada Paloma. A través de su mirada, explica a los jóvenes cómo Puerto Rico se convirtió en parte del país en 1898 y cómo su gente ha enfrentado los cambios históricos, culturales y sociales.

“Quiero que los niños sepan que el futuro de la isla es brillante sin importar lo que pase, que hay fuerza en nuestras raíces y en la manera en que contamos nuestra historia. Estamos juntos en este camino, la historia sigue y la cultura siempre nos une, incluso cuando todo alrededor cambia. Eso es lo que quiero que sientan cuando lean estas páginas, que Puerto Rico sigue vivo en ellos”, afirmó la autora.

La autora Adriana Erin Rivera quiere que los niños sepan “que el futuro de la isla es brillante”.
Crédito: Jenny Saavedra | Cortesía

Veinte años y un camino que apenas comienza

Mientras los artesanos recogían sus mesas al caer la tarde, el sentimiento general era de plenitud. Este vigésimo aniversario no solo celebró dos décadas de trabajo cultural, sino que también abrió una puerta hacia un nuevo ciclo donde la creatividad puertorriqueña sigue expandiéndose en Nueva York, en la isla y en la diáspora global.

Fue una jornada que recordó que el arte sana, reconcilia, conecta y sostiene. Cada testimonio, cada pieza y cada abrazo compartido en los pasillos del Boricua College lo confirmaron.

Las próximas generaciones tendrán aquí un archivo vivo de resiliencia, identidad y orgullo. Y quienes no pudieron asistir este año podrán seguir de cerca nuevas actividades a través de PRIDA.org, donde la comunidad se mantiene activa todo el año.

Porque esta feria no es solo un evento es una tradición que vuelve a recordarnos que el arte boricua está vivo, late con fuerza y sigue construyendo puentes entre la isla y el mundo.

🌐Fuente🔗

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