Los médicos le habían pedido que descansara, que su estado de salud aún era frágil, pero el papa Francisco mantuvo su apretada agenda hasta el último día.
Y esa última jornada no fue un domingo cualquiera.
El domingo de Pascua o de Resurrección es el evento más importante del calendario para los católicos, y Francisco quiso dirigirse a los fieles para felicitar la Pascua, darles la bendición «urbi et orbi» y mandar un último mensaje, religioso pero sin duda muy político, en defensa de la paz, los perseguidos y la libertad de expresión.
Incluso tuvo tiempo de reunirse con el vicepresidente de EE.UU., JD Vance.
Para un jefe de Estado y de una comunidad como la católica, con millones de fieles en todo el mundo, una jornada así de apretada es la norma.
Pero hacía tan solo un mes que Jorge Bergoglio, de 88 años, había sido dado de alta del hospital Gemelli de Roma, en el que pasó cinco semanas ingresado por una neumonía bilateral, y donde estuvo al menos en dos ocasiones al borde de la muerte.
Desde entonces, se le había visto en contadas ocasiones, siempre en silla de ruedas y con una cánula nasal que le suministraba oxígeno.